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En una reunión tabernaria en el centro de Londres, un puñado de hombres buenos hizo historia al fundar la primera gran logia de la masonería moderna. Ocurrió el día de San Juan de verano de 1717, el día más largo de aquel año, en un encuentro que podemos imaginar generoso en pintas de cerveza negra y revoleras de tabaco americano. Después de abundantes discursos trufados por la facilidad de palabra, una permanente exaltación de la amistad de todos los presentes y algún canto regional a deshora, aquellos clientes de la Taberna del Ganso y la Parrilla se fueron a dormir a pierna suelta, satisfechos con sus sueños de fraternidad humana, sin ser conscientes de haber puesto los cimientos del gran pandemónium para todos los pensamientos únicos de los siguientes 300 años. Aquella no fue una borrachera cualquiera. Perseguida por absolutismos regios, totalitarismos políticos e integrismos religiosos, contra todo pronóstico, aquella Orden fundada sobre la exaltación de la amistad, un sentimiento generalmente efímero si se inicia en una taberna, se abrió camino entre los hombres y fue transmitida de generación en generación.